¿La inteligencia artificial nos está volviendo menos inteligentes? La idea suena sensacionalista, digna de un titular alarmista. Sin embargo, cada vez hay más datos y voces expertas advirtiendo de un declive real en nuestras facultades mentales a medida que delegamos tareas cognitivas a las IA. Los investigadores han acuñado un término inquietante para describir este fenómeno: “deuda cognitiva”, la factura diferida que paga nuestro cerebro por la comodidad de dejar que la máquina piense por nosotros.
En otras palabras, al depender excesivamente de asistentes de IA para escribir, recordar o decidir, estaríamos contrayendo una deuda con nuestro propio intelecto, una pérdida gradual de capacidades como la memoria, el razonamiento crítico y la creatividad. Y esa deuda, tarde o temprano, hay que saldarla.
La evidencia: un 55% menos de “combustible” mental
No se trata de meras conjeturas. Un estudio reciente del MIT Media Lab –que introdujo precisamente el concepto de deuda cognitiva– encendió las alarmas al medir el impacto de usar ChatGPT en tareas de escritura. Los resultados son duros: los participantes que escribieron con ayuda de IA mostraron hasta un 55% menos de conectividad cerebral que aquellos que escribieron sin ninguna asistencia. Dicho de otro modo, sus cerebros “trabajaron” casi la mitad. Estos usuarios de ChatGPT también sufrieron un apagón de memoria: el 83% no recordaba ni una sola frase de sus propios ensayos recién escritos, frente al 11% de los que escribieron a pulmón. Es como si al tercer prompt el cerebro dijera: “¿Para qué esfuerzo, si la máquina lo hace por mí?”.
Los investigadores califican esta comodidad inmediata como una trampa que “reemplaza progresivamente los procesos cognitivos necesarios para el pensamiento independiente y la formación de memoria". Este “piloto automático” intelectual se paga caro: al quitarle carga al cerebro de forma constante, no construimos nuevos circuitos neuronales y debilitamos los existentes, volviéndonos más torpes para razonar sin ayuda digital. De hecho, en pruebas posteriores los que dependieron de la IA desde el principio mostraron muchas más dificultades para pensar por sí mismos una vez se les retiró esa ayuda. Mientras, quienes primero trabajaron por su cuenta y luego incorporaron la IA mantuvieron una alta implicación mental y capacidad de recuerdo. La lección parece clara: si usas la IA como muleta antes de aprender a andar, acabarás cojeando.
Infancia: aprender menos en la era de la tablet
Los niños de hoy crecen rodeados de pantallas y asistentes inteligentes. ¿Qué pasa cuando en vez de hacer cálculos a mano usan calculadoras desde primaria, o cuando Alexa responde a todas sus preguntas antes de que puedan siquiera pronunciarlas bien? Los expertos advierten que una exposición temprana y sin mediación a estas herramientas puede frenar el desarrollo de habilidades cognitivas básicas. Durante la niñez, el cerebro está en plena formación de conexiones: memoria, atención, lenguaje, control de impulsos... “La corteza prefrontal y el hipocampo aún maduran en estas etapas, y el uso excesivo de IA sin entrenamiento previo en habilidades básicas puede afectar la consolidación de la memoria, la atención sostenida e incluso la empatía” señala Claudio Waisburg, neurocientífico clínico. En su consulta ya ve “niños que no saben explicar lo que ‘escribieron’ con IA, que se desconcentran con facilidad y muestran un pensamiento homogenizado, con pérdida de sentido de autoría”.
La delegación precoz de tareas mentales en herramientas digitales puede crear una generación de estudiantes que, sin Google o ChatGPT, se sienten desvalidos. Ya se habla del “síndrome del niño Google”, acostumbrado a obtener respuestas inmediatas, pero incapaz de profundizar por sí mismo. ¿Aprenden más? Posiblemente aprenden más rápido, pero tal vez menos profundo. En un experimento comentado en Kernel Reload, enfrentamos a una IA a un examen escolar de historia para reflexionar sobre este tema: la máquina aprobó con creces, pero ¿qué aprenden los alumnos si delegan hasta el estudio?. Como planteábamos en ¿Qué pasa si le das un examen de historia a una IA?, el problema no es si la IA puede pasar el examen por ellos (puede); el problema es qué tipo de educación estamos fomentando si una máquina sin conciencia puede superar nuestras pruebas sin pestañear. La deuda cognitiva, en el caso de los niños, se podría pagar en forma de lagunas en el pensamiento crítico y en la creatividad durante su vida adulta.
Juventud: nativos digitales con pensamiento enlatado
En la adolescencia y juventud, donde se forja el pensamiento crítico y la identidad, la deuda cognitiva adopta otra cara. Muchos adolescentes ya “no saben qué hacer con sus manos” si no tienen el móvil enfrente. Si una tarea escolar se puede resolver con un copy-paste de ChatGPT, ¿por qué estrujarse los sesos? El riesgo es criar “cerebros perezosos”: estudiantes que pasan de la reflexión a la aceptación acrítica de lo que dice la IA. Estudios iniciales sugieren que la sobreconfianza en las respuestas de la IA reduce la habilidad de evaluar información críticamente. En vez de aprender a investigar, contrastar fuentes y dudar, el estudiante se acostumbra a que la primera respuesta (algorítmica) es la válida. Estamos ante una generación que podría saber qué (porque la respuesta está dada), pero no comprender el porqué ni el cómo.
Además, la homogeneización es otro efecto preocupante. Si todos usan las mismas herramientas, con los mismos modelos pre-entrenados, las tareas tienden a parecerse. Ya se ha visto en clases donde los ensayos entregados “carecen de alma y originalidad” según los profesores, con expresiones casi calcadas. Pensamiento enlatado. A largo plazo, esto erosiona la diversidad de pensamiento en la sociedad. Paradójicamente, los nativos digitales podrían terminar con mentes menos flexibles y originales que generaciones anteriores. No se trata de satanizar la IA en la educación –bien usada puede aportar mucho–, sino de evitar que los jóvenes caigan en la “pereza mental” de no ejercitar su criterio. Un alumno describió esta tentación a la perfección: “¿Para qué pensar, si con un clic lo tengo hecho?”. La respuesta, querido estudiante, es: para que no se atrofie el músculo que tienes entre las orejas.
Adultez: la comodidad que atrofia el pensamiento crítico
Los adultos tampoco somos inmunes a la deuda cognitiva. Pensemos en nuestras rutinas diarias: auto-completar del correo, GPS para ir a cualquier sitio, apps que nos recomiendan qué serie ver o incluso qué decisión tomar en el trabajo. Cada pequeña delegación suma comodidad, sí, pero resta ocasión de pensar activamente. ¿Recuerdas cuando sabías de memoria varios números de teléfono? Ahora a duras penas memorizamos uno –nuestro cerebro ha externalizado esa tarea en contactos del móvil–. A escala mayor, esto significa que muchos profesionales podrían estar dejando de ejercitar su criterio. Un empleado que usa herramientas de IA para generar informes, planificar proyectos o resolver problemas complejos corre el riesgo de perder pericia con el tiempo. Si la IA comete un error sutil, ¿lo detectará? Solo si ha mantenido su chispa analítica encendida. Y eso requiere uso constante; como todo músculo, el cerebro obedece al “úsalo o piérdelo”.
Hay también un impacto en la autonomía personal. Delegar decisiones –desde qué ruta tomar hasta con qué inversiones jubilarte– puede llevar a una suerte de infantilización digital: nos volvemos pasivos, usuarios pulsando botones sin comprender los mecanismos. Algunos psicólogos alertan de una disminución en la confianza en uno mismo: si siempre preguntas a la app qué es lo mejor, acabas creyendo que tú no sabrías decidirlo por tu cuenta. A nivel cultural, se podría generar lo que podríamos llamar una “cultura cognitiva fast-food”: soluciones rápidas, pensamiento superficial y aversión al esfuerzo intelectual. En Kernel Reload ya exploramos esa dependencia con tono irónico en Vacaciones sin WiFi: tortura o bendición en tiempos de IA, donde quedarse offline un fin de semana se vivía poco menos que como un drama existencial. La conclusión de aquel artículo fue clara: desconectar del WiFi puede ser liberador o una tortura, según cuán enganchado vivas… y muchos descubrimos que vivimos pegados a la nube más de lo que creíamos. La anécdota graciosa (no saber ni hacer una tortilla sin consultar a ChatGPT) encubre una realidad seria: hemos externalizado tanta gestión de la vida cotidiana en la tecnología, que sin ella nos sentimos inútiles.
¿Estamos diseñando tecnología para pensar menos?
Llegados a este punto, la pregunta incómoda es: ¿Estamos creando tecnologías para no tener que pensar? Cada avance en usabilidad parece buscar que el usuario “ni se entere” de lo complejo: coches que aparcan solos, algoritmos que deciden qué contenido vemos, asistentes que anticipan nuestras preguntas. La meta aparente es la fricción cero, la vida perfectamente optimizada. Pero cuidado: esa fricción, ese pequeño esfuerzo de tomar una decisión o recordar un dato, era justamente el ejercicio que mantenía en forma a nuestra mente. Un mundo donde todo es tan fácil como pulsar un botón puede sonar al paraíso de la eficiencia, pero también es el paraíso de la acrisia (falta de juicio crítico). ¿Acabaremos diseñando humanos para encajar en la comodidad de las máquinas, en lugar de máquinas que potencien a los humanos? Es una reflexión amarga.
Algunos ingenieros de software llaman a esto “automating the dumb”: si una tarea nos parece demasiado engorrosa para pensarla, la automatizamos. ¿El resultado? Sistemas opacos que nadie entiende del todo, ni siquiera quienes los programaron. Si luego algo falla, el humano promedio estará demasiado “atrofiado” para improvisar una solución. Delegar en la IA por sistema puede volverse una dependencia cultural: nos acostumbraremos a aceptar sin cuestionar (la IA siempre tiene la razón), renunciando a ese saludable hábito de dudar y pensar por uno mismo. En última instancia, cabe preguntarse si esta comodidad cognitiva es un avance o una insidiosa forma de retroceso.
Por supuesto, la tecnología no tiene la culpa por sí sola –es una herramienta, no un ente maquiavélico–. El problema es nuestro enfoque de diseño y uso. Si todos los incentivos apuntan a pensar menos (porque “la IA lo hace por ti”), quizás estemos valorando mal lo que significa progreso. ¿Queremos una sociedad de seres humanos asistidos en todo, pero incapaces de funcionar autónomamente? La autonomía no es solo poder elegir sin ayuda; es entender las consecuencias de tus elecciones, es saber por qué haces lo que haces. Y ninguna comodidad vale la pena si sacrificamos eso.
Lo que nadie te cuenta sobre esto
Al hablar de inteligencia artificial solemos maravillarnos con lo que ella puede hacer, y se nos olvida mencionar lo que nosotros dejamos de hacer. La “deuda cognitiva” es justamente ese oscuro pasivo que se acumula en las sombras de tanto delegar. No lo verás en los anuncios de nuevos gadgets ni en las presentaciones de Silicon Valley –no vende decir que tu asombrosa app podría atrofiar a sus usuarios–. Pero ahí está: cada nota que ya no tomas, cada cálculo mental que evitas, cada idea a medio formar que Google remata por ti, es una conexión sin fortalecer en tu cerebro. La tecnología debería ser una extensión de nuestra mente, no una sustituta. Quizá va siendo hora de replantearnos si el verdadero desafío no es conseguir que la IA piense como humanos, sino que los humanos no dejemos de pensar.