Casi la mitad de los adolescentes sienten que su vida no tiene sentido. No es una exageración: son datos del Healthy Youth Survey, una encuesta nacional en EE. UU. que revela una tendencia alarmante que se repite en Europa, Asia y Australia. El aumento de la ansiedad, la sensación de inutilidad y los pensamientos suicidas no entienden de raza, clase ni geografía.
Y no, esto no empezó con la pandemia. Lleva gestándose desde hace más de una década. En 2017, la psicóloga Jean Twenge ya encendía las alarmas con iGen, un libro que apuntaba a una correlación clara: el declive de la salud mental en jóvenes coincide con la explosión del smartphone.
El móvil no es una evolución del teléfono, es otra cosa
Todos tuvimos teléfono en casa, sí, pero estaba en la cocina y tenías que estirar el cable hasta tu habitación si querías privacidad. Hoy, los móviles no están atados a nada. Ni física ni emocionalmente. Y eso cambia las reglas del juego. YouTube infinito. TikTok sin pausa. Selfies editados donde todos parecen felices, guapos y exitosos. Todo el tiempo. En todas partes.
Según Gallup, el 95% de los adolescentes tiene un smartphone, y la mitad de ellos está conectado “todo el tiempo”. Los chicos pasan de media cinco horas al día con el móvil. Las chicas, aún más.
Hemos sacrificado la tribu por una pantalla
Antes teníamos lo que algunos llaman “la tribu”: vecinos que hacían barbacoas juntos, ligas de softball, partidas de cartas los sábados. Una red real, presencial, humana. Hoy, esa red está en peligro de extinción.
Para muchos chavales, quedar en el parque con los amigos, ir al centro comercial o patinar en grupo suenan tan antiguos como rebobinar una cinta de vídeo. El tiempo libre ahora se pasa comparándose con desconocidos en Instagram. Y lo peor: lo hacen solos, desde su habitación, con la puerta cerrada.
La generación ansiosa: conectada pero sola
Jonathan Haidt lo tiene claro en su nuevo libro, The Anxious Generation: no es solo que el móvil esté relacionado con el problema. Es que puede ser la causa principal. El reemplazo de relaciones reales por conexiones superficiales en pantalla está pasando factura, y las cifras lo demuestran.
Sí, podemos limitar el uso del móvil en los colegios, pero si al llegar a casa cada adolescente se encierra a seguir haciendo scroll infinito, no avanzamos nada.
¿Y ahora qué?
No podemos borrar la tecnología de un plumazo. Pero sí podemos devolver el equilibrio. No se trata de volver a 1995, sino de reconstruir parte de esa aldea, de recuperar espacios reales donde nuestros hijos se sientan parte de algo tangible. Donde no hagan falta filtros para sentirse valiosos.