El poder que no necesita gobernar

 Vivimos un tiempo en el que el poder ya no se impone: se insinúa. No necesita ejércitos ni dictadores, solo algoritmos, pantallas y un flujo constante de estímulos diseñados para que confundamos la elección con la libertad. El control, hoy, no se ejerce por la fuerza, sino por la comodidad.

Lo inquietante no es que exista un plan maestro, ni un ente oscuro moviendo los hilos. Lo verdaderamente inquietante es que nadie lo dirige, y aun así, funciona a la perfección. Es un sistema que hemos creado entre todos, que alimentamos cada día con nuestros clics, con nuestros “me gusta”, con nuestra atención fragmentada y nuestras ganas de sentirnos escuchados. Hemos delegado tanto poder en la tecnología que ya apenas notamos su influencia.

Durante siglos, la humanidad se ha enfrentado al poder visible. Reyes, imperios, ideologías… todos tenían rostro, bandera y enemigos. Podíamos oponernos. Pero ¿cómo rebelarse contra un poder que no se presenta como tal? ¿Cómo resistirse a algo que parece servirnos, protegernos, facilitarnos la vida?

El siglo XXI ha inventado una nueva forma de dominio: la del placer administrado. Las redes sociales nos ofrecen compañía, pero fabrican soledad. Nos dan voz, pero diluyen nuestras palabras entre millones de ecos. Nos prometen libertad de expresión, pero solo amplifican aquello que mantiene a la gente mirando la pantalla un poco más. No nos controlan: nos entretienen. Y eso basta.

La verdad, en este contexto, se ha vuelto un lujo. Ya no se disputa, se personaliza. Cada quien recibe una versión del mundo diseñada para su perfil emocional. No hace falta censurar nada: basta con saturar el espacio público hasta que nadie tenga tiempo ni energía para distinguir lo cierto de lo falso. El ruido se ha convertido en herramienta política.

Mientras tanto, la inteligencia artificial —esa creación que debía liberar nuestra mente— ha empezado a pensar por nosotros. Nos sugiere, nos corrige, nos anticipa. No lo hace con maldad, sino con precisión. Y en esa eficiencia está su peligro: cuando una máquina acierta demasiado, el ser humano deja de esforzarse. Ya no decidimos; confirmamos.

El lenguaje también ha cambiado. Las palabras, antaño instrumentos del pensamiento, hoy son armas de distracción. Conceptos como “progreso”, “seguridad” o “bien común” se han vaciado de significado, convertidos en envoltorios neutros que cualquiera puede usar para justificar cualquier cosa. Cuando el lenguaje se degrada, el pensamiento se apaga. Y cuando el pensamiento se apaga, la libertad se convierte en una sensación más, no en una práctica.

El miedo, por su parte, ha vuelto a ser un negocio rentable. El miedo al virus, al colapso, a la inteligencia artificial, al otro. Se invoca como excusa para vigilar más, para regular más, para ceder más control a quienes “saben gestionarlo”. Lo hacemos por seguridad, decimos. Pero en realidad lo hacemos por costumbre. Nos hemos acostumbrado a vivir en un estado de alerta constante, sin advertir que el verdadero peligro ya no está fuera, sino dentro: en nuestra renuncia voluntaria a pensar con calma.

No hay villano en esta historia. No hay un Gran Hermano que nos mire desde una torre. El poder del siglo XXI no necesita gobernar: le basta con gustar. Es un poder líquido, sin centro, que se filtra en los hábitos y se oculta tras la eficiencia. No castiga, recompensa. No ordena, sugiere. No impone, seduce.

Pero aún queda algo irreductible, algo que ninguna red, algoritmo o inteligencia podrá controlar del todo: la conciencia humana. Esa chispa que, cuando despierta, pregunta por qué, para qué, y hasta cuándo. El sistema puede moldear nuestras rutinas, pero no puede sofocar del todo la incomodidad que sentimos cuando intuimos que algo no encaja. Esa incomodidad, esa sospecha silenciosa, es el primer gesto de libertad.

Quizá el verdadero desafío de nuestra época no sea escapar del control, sino reconocerlo sin perder la humanidad. Recordar que la tecnología debe servirnos, no sustituirnos. Que la comodidad no vale el precio de la conciencia. Y que pensar por uno mismo, en un mundo diseñado para distraernos, es el acto más subversivo que nos queda.